Dejó las bolsas en la mesa del comedor, organizó la comida
enlatada por color y tamaño, metió las frutas en la nevera, y limpió los platos de la noche anterior. Fue a la sala, se acomodó en su sillón favorito y justo
cuando empezó el partido, escuchó un molesto ruido de fondo: era otra vez la
cantaleta de su mujer.
Sin mediar palabra, como siempre, como el zombi en el que se
había convertido, imaginó que era capaz de coger la escopeta que guardaba en la
cocina y zamparle un tiro en la boca a esa mujer tan escandalosa. El solo
pensamiento lo hizo feliz.
Y ganó su equipo.
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