Ella era su voz, su fastidiosa voz. Me fastidiaba tanto el hecho de que se riera por todo y de todos. Sus inmensos ojos marrones también eran otro fastidio. Pero su voz era todo lo que no podía soportar.
Lo admito, maté a una persona, la maté por sus ojos y su voz. Hundí mis dedos en su cara y golpee su cabeza contra el piso hasta que su cráneo cedió. La sangre no tardó en salir, y aunque su olor me provocaba nausea, eso no fue motivo suficiente para aplacar la ira que sentía por ella. Hundí su cráneo, arranqué su piel con mis uñas, y en ese solo instante de la vida sentí la paz más absoluta. Vomité en su cara.
No hubo remordimientos del tipo “que hice”. No. Ya nunca más escucharía su voz en las madrugadas y eso me hacía sentir feliz.
Fui al espejo, y ahí estaba ella en mí.